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Familia trata de preservar la producción tradicional de un tinte rojo intenso en México

Obtener el tinte a la antigua usanza es un proceso lento, tedioso y minucioso. Procede de los cuerpos triturados de las pequeñas hembras del insecto, que contienen ácido carmínico y se alimentan de las yemas del nopal.

En el centro de México, una familia lucha por preservar la producción del tinte de cochinilla, un pigmento natural de color rojo intenso tan apreciado que, después del oro y la plata, fue posiblemente lo más valioso que los españoles encontraron el país tras la conquista de 1521.

Durante siglos, las prendas rojas — junto a las púrpura — habían sido un signo de poder y riqueza por ser raras y caras. Un proceso de los indígenas mexicanos que extraía el pigmento de los insectos dio al imperio español una nueva fuente de tinte rojo.

Algunas de las ciudades coloniales más pintorescas e imponentes de México, como Oaxaca, se construyeron básicamente sobre la riqueza derivada del tinte de cochinilla, también llamado carmín o “grana cochinilla”. Era muy apreciado por la nobleza española, y llegó a teñir, entre otras piezas, los uniformes militares de los “casacas rojas” del imperio británico antes de empezar a ser reemplazado por tintes sintéticos en el siglo XIX.

Obtener el tinte a la antigua usanza es un proceso lento, tedioso y minucioso. Procede de los cuerpos triturados de las pequeñas hembras del insecto, que contienen ácido carmínico y se alimentan de las yemas del nopal.

Cada insecto, conocido como Dactylopius coccus, debe criarse hasta su estado larvario y “plantarse” en una hoja de la planta previamente cortada, donde pasan meses alimentándose y madurando.

Después se recogen a mano, normalmente con la ayuda de un pequeño cepillo, se tamizan, se limpian y se dejan secar al sol.

Los mixtecos de Oaxaca desarrollaron el método para obtener el preciado pigmento siglos antes de la llegada de los españoles. Un símbolo de estatus, el carmín era empleado ya por la nobleza de los pueblos indígenas mexicanos para teñir sus prendas, y se utilizaba ampliamente en el arte, para escribir códices, decorar cerámicas y pintar murales.

Mayeli García y su familia regentan un invernadero en la localidad de San Francisco Tepeyacac, al este de la Ciudad de México, que está especializado en el lento y antiguo proceso de producción.

En su invernadero, filas con cientos de yemas de nopal cuelgan en bastidores suspendidos en el aire y cubiertas de un polvo blanco. Es la señal de que los insectos están trabajando debajo, nutriéndose de los jugos de la planta y protegiéndose con el polvo ceroso.

Familia trata de preservar la producción tradicional de un tinte rojo intenso en México
“Se esperan de tres a cuatro meses y una vez que cumple su ciclo de vida, cosechamos”, explicó García. “Hay que estar monitoreando y cuidando cada penca”.

Así es, básicamente, como se produjo el mejor tinte rojo durante tres siglos.

En el siglo XIX, los tintes químicos sintéticos, más baratos de producir y más abundantes, comenzaron a reemplazar al de cochinilla.

Pero la historia no termina ahí. Los artesanos de Oaxaca mantuvieron cierta producción porque los tejedores de ropa y alfombras tradicionales lo preferían para sus artesanías.

Algunos estudios comenzaron a sugerir que los tintes químicos, y especialmente algunos de los rojos, podían tener efectos adversos para la salud si se consumían como colorantes alimentarios o en cosméticos como barras de labios. En 1990, las autoridades estadounidenses prohibieron el uso del colorante rojo número 3 en cosmética, aunque sigue estando permitido en productos alimenticios.

Estas preocupaciones estimularon la demanda de colorantes naturales, un campo donde siempre ha estado la cochinilla mexicana.

Las empresas que lo quieran a escala industrial, no están de suerte. Simplemente, no está disponible en esas cantidades.

“Hemos trabajado en cómo automatizar un poquito más y no hacerlo tan manual, con maquinaria que nosotros mismos nos hemos dado a la tarea de trabajar, de probar con algunos cepillos” para retirar a los insectos de las hojas, indicó García. Pero el motor de su prototipo se quemó, añadió con pesar.

García intenta ganarse la vida con los 100 kilos (220 libras) de tinte de cochinilla que produce cada año, aunque está tratando de diversificar con jabones, cremas, cosméticos y otros productos derivados del nopal, como la mermelada.

Su familia sigue cultivando verduras frescas para llegar a fin de mes. Vender el tinte más barato no es una opción.

“Es mucho trabajo, muy laborioso. Cuesta demasiado producirlo en tema de trabajo y de costo también, entonces es difícil”, indicó.

Pero sigue teniendo muchas razones para seguir con su granja de cochinillas, todo un ecosistema diseñado para que los diminutos insectos estén contentos, bien alimentados y a salvo de los depredadores.

“Estamos dando la problemática de lo que nos está causando lo sintético, lo químico”, señaló, “Entonces, yo creo que se está viendo una revolución de regresar a (…) lo anterior, a lo que antes se hacía, porque era lo que nos mantenía sanos”.

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